Seguramente que al escuchar hoy, en la Misa, el Evangelio de Juan 20,19-31, más de alguno de nosotros envidiamos abiertamente a los discípulos que vieron a Jesús y, secretamente tal vez, envidiamos a Tomás que palpó las llagas de Jesús.
El cuerpo de Cristo, roto y entregado, ha querido conservar cinco llagas significativas. Son pruebas de amor y aberturas para llegar a la fe y a la comunión perfecta. A través de las llagas creyó Tomás, y en las llagas descansan los amigos del Resucitado..
Pero las llagas de Jesús sabemos que se renuevan en cada tiempo y generación. Las llagas que hoy podemos palpar no son las llagas piadosas que pintan nuestros artistas, sino llagas terriblemente dolorosas que le inflingen los verdugos de ahora. Recordemos algunas de ellas.
La llaga negra del racismo y la xenofobia. Jesús extendió sus brazos para alcanzar a todos los hombres derribando los muros que los separaban. No podemos seguir dando golpes en los brazos solidarios del Señor. La cruz de Cristo ha borrado todas las distancias y ha entregado todas las diferencias. Ya no hay diferencias entre blancos y negros, entre europeos y africanos, ya no hay seres ni razas superiores. “Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. (Gálatas 3,28). Después de Cristo todo hombre es mi hermano.
La llaga sangrante de la violencia, la enfermedad y el deterioro de la vida. Jesús murió para que tengamos vida. Pero seguimos martillando a Cristo con nuestras violencias y dejaciones. En vez de vida sembramos muerte. La muerte de muchos vale muy poco. Nuestro mundo es inmisericorde. Cristo nos pide por sus llagas, entrañas de samaritano, para tener misericordia del caído, para acercarnos al marginado, fortalecer a los débiles, enderezar al que se dobla, proteger al desvalido y aportar vino y aceite al herido en el camino de la vida.
La llaga enorme del subdesarrollo. Conjuntad todas las miserias: hambre y mortalidad, incultura y esclavitud, despotismo e inseguridad, paro y pobreza, infinidad de llagas abiertas en los pueblos que llamamos del tercer mundo. Y no son desgracias naturales. Son heridas provocadas por nuestro egoísmo, nuestra injusticia y nuestra insolaridad. No hay pobres y ricos, sino que hay pobres porque hay ricos, hay habrientos porque hay opulentos, hay esclavos porque hay tiranos. Y Cristo sigue siendo despojado y azotado, sigue gritando su sed y recibiendo heridas en todo su cuerpo.
La llaga necrosa de la vejez. Cristo murió joven, pero lo había dado todo. Había vivido mucho en poco tiempo. Miraba con ternura a los ancianos que fueron gastando su vida y vivían entre recuerdos y esperanzas.
Nosotros no estimamos a los ancianos. Nos parece que ya no sirven para nada. Nos resultan una carga difícil que soportar. Sus arrugas y achaques nos repelen. Y ellos mueren de soledad y de frío. Una llaga de Cristo, que se hace más grande en nuestros días. Buscamos, Jesús, tus llagas. En ellas queremos meter nuestras manos vacilantes. Aviva nuestra fe, para que te confesemos nuevamente como Señor y como Dios. Enciende nuestro amor, para que sepamos compartir el sufrimiento de tus llagas. Y danos generosidad y decisión para que podamos aliviar tus dolores y restañar todas tus heridas.
Jesús dijo a Tomás: “Dichosos los que creen sin haber visto”.