En tu día, te deseo con toda mi alma “muchas felicidades”. Que el Padre, Dios misericordioso, te bendiga y conserve muchos años entre nosotros y seas un espejo que refleje fielmente el “rostro materno” de Dios.

Los niños son transparentes, sin doblez, con ansias de saber y que preguntan mucho. Nuestro deber es dar respuestas adecuadas a sus preguntas.

Con frecuencia al encontrarse dos personas amigas que hace mucho tiempo no se ven, escuchamos el siguiente diálogo: ¡Qué bien te ves! ¿Cómo haces para conservarte tan joven? Por favor, dame la receta. Por ti parece que no pasan los años…

No sé si ustedes, estimados lectores, se habrán preguntado: ¿Hay una medicina para mantenerse joven? Porque en el tiempo que nos toca vivir parece que hay remedio para todo.

Indirectamente, trataré de dar respuesta a la pregunta que el niño hace a su “querido papá”.

La juventud no es un período de la vida. Es un estado del espíritu, un afecto de la voluntad, una cualidad de la imaginación, una intensidad emotiva, una victoria de la valentía sobre la timidez, del gusto por la aventura sobre el amor, el amor al confort.

No nos hacemos viejos por haber vivido cierto número de años; nos hacemos viejos cuando desertamos de nuestro ideal. Los años arrugan la piel, renunciar al ideal es arrugar el alma.

Joven es aquel que se admira y maravilla… El que pregunta siempre como el niño insaciable: ¿Y después qué?. Joven es el que desafía a los acontecimientos y muestra gozo en el juego de la vida.

Somos tan jóvenes como nuestra confianza en nosotros mismos, tan viejos como nuestro abatimiento.

Somos jóvenes mientras seamos capaces de asimilar. Asimilar lo bello, lo bueno, lo grande. Y capaces de captar los mensajes de la naturaleza, del hombre, del infinito.

Si un día nuestro corazón
llega a ser presa del pesimismo,
de la tristeza, de la carencia de ilusión…
que Dios tenga piedad de nuestra alma de viejos…
¡FELIZ DÍA PAPÁ!