Son las 21:00 hrs. y la plaza de armas de la ciudad de Curicó bulle
efervescente de público: se han reunido para iniciar una tradicional
celebración local, la XXI fiesta de la vendimia. Espacio
profusamente iluminado e inundado con la música que altos altavoces
emiten con gran estruendo.
La gente, en su gran mayoría comensales,
están felices degustando los platos típicos de esta ocasión de
inicios de otoño mientras paladean con fruición los sabores de
brebajes de mostos de selección.
A pocas cuadras, sólo el silencio y la penumbra en
uno de los costados de nuestro Instituto San Martín. Allí un pequeño
grupo de jóvenes se mueves sigilosamente y con prisa preparando
otros platos y otras bebidas. 21:30 hrs. el grupo ha crecido con la
presencia de dos de sus profesores. Una sencilla oración de envío
con las estrellas como techo sirven para prepararnos para un viaje
diferente: hay corazones dispuestos para cumplir una misión.
La hora, ya no importa. El punto de reunión son los
polvorientos pasillos de una pequeña plazoleta del norte de la
ciudad, frente a la iglesia El Rosario. Lentamente, siluetas emergen
de la oscuridad, casi recortadas a contra luz. Lentos en su caminar
algunos, poco a poco se aproximan
otros apenas levantan sus cabezas
para otear casi con la vista extraviada lo que ellos saben que
esperan.
Los jóvenes, presurosos y de buen ánimo se acompañan
y se ubican frente a las escalinatas de la vetusta iglesia. Allí, se
dispondrá de la mesa más finamente preparada: bolsas de plástico
como manteles, ricos manjares de hallullas con mortadela y un
líquido café oscuro e hirviente que calentará los fríos estómagos de
nuestros selectos invitados.
Tiempo de compartir, tiempo de escuchar y aprender de
estos huéspedes de la mesa de la fraternidad. Historias de vida de
rostros jóvenes y viejos, de edades casi imposibles de adivinar,
rostros curtidos por historias de abandono, desesperanza y
tristezas. Sin embargo, para los jóvenes misioneros de nuestro
colegio es un momento especial. A pesar de esas historias que nos
dan cuenta que la vida tiene sus dobleces con alegrías y tristezas,
siempre hay un hálito de esperanza y de encuentro con el sentido de
ella, aún en la más
precaria de las adversidades. Historias de vidas que
se abren paso frenéticamente en un diálogo y escucha atenta con
estos personajes de la noche. Cada uno cuenta fragmentos de su
peregrinar, esa que también trasluce el deseo del encuentro nocturno
para compartir y que se espera con anhelo para dialogar y alimentar
cuerpos a mal traer.
El tiempo se ha consumido imperceptiblemente. A pocas cuadras a la
distancia, avanzada la madrugada, la música y la algarabía de la
fiesta
lentamente se apaga al igual que se extinguen las
llamas de las brazas donde suculentos y ricos platos fueron
preparados.
Ya es hora de volver a congregarnos en el punto de inicio de este
viaje. Una sencilla reflexión de lo vivido, escuchado y
fundamentalmente sentido esta noche mantiene otro fuego encendido,
fuego que serán brazas perennes pues algo nuevo nos ha tocado.
Mientras, el frío nocturno se deja caer inclemente,
un poeta de la calle recita:
Una noche de viernes conocí a personas
Que haciendo el bien maravillaron mi corazón.
Nunca olvidaré que no eran ellos,
Porque era Dios en ellos
Y me maravillé por lo que conocí,
Sintiéndome impactado.
El tiempo pasará pero no olvidaré los minutos vividos,
Pues han quedado plasmados en mi alma y en mi corazón
(Mario Enrique de Jesús, El poeta de la calle).
Es la cara y el sello de un viernes por la noche
en Curicó junto a los tatas.